lunes, 12 de enero de 2009

El triunfo

Las manos me tiritaban mucho y no podía parar de reír. Aparte de la excitación del acto, se confluían en mi mente, y sobretodo en mi cuerpo, una satisfactoria sensación de triunfo, de poder, de grandeza que sólo podía demostrarla riendo a carcajadas, riendo y saltando con la cabeza hacia el cielo y las manos arriba, tiritando aun, proclamando la gran victoria.

Todo había ocurrido en torno a la perfección, ningún detalle se había escapado por las canaletas de la mediocridad. Aparte de lo hermoso, fue en exageración gracioso, así que no podía parar de reír, así que abrí la petaca para brindar y así que prendí un cigarrito para calmarme.

Di la vuelta mientras me abrochaba el cinturón y caminé con pausa. Como no podía dejar de posar mi cabeza hacía el cielo, me encontré, en un único momento de distracción, con una tierna pájara que regurgitaba en el pico de sus crías. Absorto en la melancólica escena la escuché gemir. Sus quejidos, que tal vez pedían ayuda, me produjeron mucha gracia y solté unas monótonas carcajadas, luego la escuché llorar con mucho dolor y no pude seguir riendo.

Di la vuelta.

La miré.

Su mano derecha se perdía en su destrozada blusa tratando de tapar la hemorragia, que había propinado mi precisa puñalada, mientras su mano izquierda apretaba su ensangrentada entrepierna. Vi sus ojos que lagrimaban el último momento de su agonía y por alguna razón sentí una fuerte angustia. Quise fumar, pero el cigarrillo se había apagado, y al querer darme un trago, me encontré con que el pisco de la petaca se había acabado. Ya no me parecía tan gracioso. Corrí.

lunes, 5 de enero de 2009

Jaqueca

No había sido un buen día y recién era lunes. A las 7 de la tarde ya estaba fuera, caminando dirección al metro. La cabeza me dolía como si fuera un ajo que lo están machacando en un mortero de roca filosa. Iba pensando en eso cuando Cárdenas se cruzó en mi aburrido camino. No lo veía hace años, y quiso que fuéramos por unas cervezas, por un pool, pierde paga, como en los viejos tiempos. Yo no quería, no quería ir en lo más mínimo, pero acepté.

Fumamos mucho, tomamos mucho y perdí. Nunca antes me había ganado, hoy era su primer día. Se sentía el Emperador del mundo, me lo enrostraba en la cara el muy hijo de puta. Pagué la mesa, me despedí de él con un cálido abrazo y con la sana esperanza de no verlo nunca más.

El metro no es el lugar más apto para que un trabajador con mi cansancio realice sus viajes de destino a su hogar, así que decidí tomar la micro, la 246, y llegar a mi casa por una ruta distinta. La cabeza seguía haciéndome el hombre más infeliz del mundo y el haber perdido la partida con Cárdenas me desdichaba aun más; era como si hace mucho tiempo no matabas una mosca, eso te mantiene tranquilo y no te preocupas por ello, ya que no has visto una mosca hace mucho, pero sin embargo ese sucio insecto se presenta frente a ti y te nacen los deseos de asesinarla, lo intentas, pero la mosca se adelanta y se mete en tu comida y te intoxica con su suciedad, arranca despreocupada y contenta de haberte cagado. No debí haber aceptado jamás la invitación al pool. Estaba algo ebrio, sin dinero y muy enfermo.

Se puso a llover, en noviembre se puso a llover. La 246 resultó ser el peor viaje de mi vida. Llegué a mi casa.

Eran casi las 10, y no tenía deseos de nada. La cabeza me martillaba. Me tomé una aspirina y dos vasos de agua, prendí por inercia el televisor mientras me sacaba la ropa húmeda. En la tele habían dos payasos que hablaban de que quien era el mejor de los dos. Se golpeaban, se caían, gritaban. No daban risa. El payaso de azul se subió a una escalera - voy a saltar en tu cuello desgraciado- dijo con voz chillona, el payaso de rojo le decía - no, no, idiota bájate de ahí animal- con voz de ambulancia. El payaso de azul levantó una pierna y la escalera se balanceó hacia un lado. El toni cayó en el público. Todos reían, yo igual, pero el payaso no se movía. Se fueron rápidamente a comerciales. Que mierda... apagué la tele, las voces de los patéticos payasos me retumbaban con eco dentro del cráneo. Me fui a la cama.

Me tapé hasta el cuello, apagué las luces y mis ojos. Podía escuchar como mi cabeza reclamaba de dolor. Trataba de no pensar en ello, trataba de pensar en algo lindo, en Patricia, siempre pienso en Patricia antes de dormir. La sentía cerca, bajita, su cara de ratoncita, sabía que no era una gran preciosidad, pero esa carita, esa forma de hacérmelo y esas carcajadas que le nacían de improviso le daban un plus muy grande a su belleza. Me abrazaba y caminamos a tomar helados, lo estabamos pasando muy bien, pero luego no me habla, no me escucha, se quiere ir, yo la sigo, corro, me grita, yo grito, la cabeza se me parte, abro los ojos, parece que lloré un poco. No soportaba el dolor de cabeza.

Afuera llovía fuerte, y yo maldecía la lluvia, maldecía a Cárdenas y quería maldecir a Patricia. No me atreví. Llovía más fuerte.

Tenía que burlar a mi cabeza, sólo así me dejaría tranquilo y podría dormir, comencé a pensar: Mamá estaba cada vez mejor de la vesícula, pero papá sigue tan bueno para el juego, y la Janete... es tan como las pelotas mi hermana, no hace más que aprovecharse. Mañana comeré afuera, en el Mall, tengo ganas de comer de ese pollo frito, ojalá no esté tan caro, por que se están aprovechando esos hueones, yo creo que a la hora de almuerzo suben el precio lo desgraciados... ya ¿y qué?, ¿querí reclamar?, aquí cada uno salva sus hueas como puede. Recién es lunes, mañana hay que hacer el informe de gastos... ¡Mañana hay que entregarlo! estoy cagado. Mi cabeza por Dios, por la chucha, por la cresta, mi cabeza. Voy a pedir licencia, eso, pero quiero dormir, tengo sueño, estoy pensando mucho, nunca lo lograré así. No, no lo lograría. Y no lo logré.

Me estiré, y bostecé a la fuerza. Me acordé de nuevo de Patricia, ella me hacia dormir haciéndome cariño en los pendejos. ¿A qué maricón haría dormir ahora? Mamá en cambio me hacia dormir con cariños en la cabeza. Era eso lo que necesitaba, cariños en la cabeza, no de mamá, de Patricia, pero ella no tocaba mucho mi pelo, decía que era muy grasoso. ¡Grasoso mi culo!

Era imposible dormir. Miré fijamente la ampolleta apagada en el techo, se veía muy lejos, más lejos, más lejos, cada vez más lejos, se estaba moviendo y aprisa. Ahora volvía, se acercaba, más, más, ah mierda me va aplastar (pensé aterrorizado, y sin dimensionar que una ampolleta jamás podría aplastarme). Se detuvo. Luego se iba hacia un lado y al otro, muy rápido. Me estaba volviendo loco, mi jaqueca aumentaba como la lava en un volcán. La ampolleta estaba corriendo por toda mi habitación, se paró junto a Patricia que estaba sentada en el escritorio. Estaba con un vestido verde hasta las rodillas, se veía preciosa. Me mostraba sus piernas cortas, pero formaditas, subiéndose el vestido. Me miraba como cuando se iba a la cama conmigo. Tomó la ampolleta y me dijo - no te amo Pablito, no te amo- en eso apareció mi mamá a su lado - ¡no te ama cornudo de mierda!- se reían fuerte, mi cabeza estaba cada vez peor, todo me daba vueltas, Cárdenas me invitaba a jugar otra mesa de pool, había una mesa encima de mi cama llena de papeles con números, todos se reían, y se confundían en sus voces, que no te amo, que no te ama, que el pool, que el informe, que el informe te ama, que el pool te cornea, que el amor no te ama.

Gritaba y gritaba, cada vez más fuerte, era lo único que podía hacer, me retorcía en la cama, no soportaba el dolor, apretaba las sábanas, miraba la ampolleta que ahora no sólo corría desquiciadamente por la habitación, si no que también se prendía y se apagaba sobre la cabeza de Patricia que aparecía y desaparecía con el constante juego de luz. Su cara, la oscuridad, su cara, la oscuridad, su cara, la oscuridad, la oscuridad, la oscuridad… me iba a desmayar en cualquier momento, unos puntitos de colores se posaron en el mareo de mis ojos. Una forma líquida subía por mi cuello y desestabilizaba mis piernas tumbadas en el colchón, ya no sólo iba a desmayarme, también iba a vomitar, pero antes de eso mi cabeza explotó. Primero sentí como el cuero cabelludo salía volando, luego un ojo y el otro, la piel, los huesos del cráneo, todo voló. La pared quedó llena de sangre, llena de tripas. Mi lengua estaba a los pies de la cama junto a mi ojo. Mi pelo grasoso cayó bajo el escritorio, y la quietud reinó sobre el pasado dolor que me atormentaba. Sentí silencio y nada más, me di la vuelta, me acurruqué con la almohada y a los dos minutos estaba plácidamente durmiendo y soñando que le disparaba a la gente que viajaba cómoda y sin dolores en la 246.