sábado, 13 de diciembre de 2008

Liturgia


El problema fue que Jesús no medía más de 50 cms. Y tenía sed, y tenía agonía, y era de yeso y no habían milagros.

Sus apóstoles lo mirábamos fieles a la pasión por el perdón, directo a ese mutilado cuerpo de yeso en su crucecita de madera con su INRI de loza, con su dolor de imagen cansada. Jesús nos miraba.

La luz de la vieja iglesia irrumpió en un desenfrenado colapso y se canceló por tres días de amargura, espera y esperanza. La luz se hizo otra vez y las puertas del templo se reabrieron para los fieles sedientos de fe.

El problema fue que Jesús no medía más de 50 cms.

Erratas

María, luego de una reponedora siesta de varias horas, despierta algo confundida. Mira el reloj de su escritorio, regalo de su padre, y se sienta en la cama luego de muchos estirones y bostezos. Se refriega la cara, mueve su cuello en forma circular y se percata del frío que la acecha con fuerza, piensa en su chaleco y se da cuenta que todo está pulcramente oscuro. En ese momento, María abrió unos ojos desorbitados, desesperados que la oscuridad esconde celosa, más bien recelosa. Se levantó de su cama en dirección a la ventana, algo aturdida, asustada y muy desorientada, corrió sin importarle los obstáculos. Chocó con la silla, botó sus libros y sufrió una serie de golpes para nada suaves, de los que ni siquiera se percató; sólo quería llegar a la ventana y lo logró, causándole algo de satisfacción en medio de ese momento tan tenso. Abrió las cortinas y sacó su cabeza al frío, miró para arriba, para abajo y en todos los sentidos, mas no encontró lo que buscaba. Se quedó pensativa un momento, luego comenzaron a tiritarle las manos, su cara poco a poco se empezó a transformar, hasta que cayó en un llanto desesperado, alocado y violento; lanzó un golpe seco al vidrio de la ventana. La sangre poco le importó, ya poco le importaba el mundo, pateó a oscuras todo lo que encontró, incluyendo a su gato que aturdido o tal vez muerto cayó en un rincón lejano y perdido en la tediosa oscuridad reinante. María aún no lo aceptaba, jamás lo aceptaría, y dio vuelta su pieza como queriendo encontrar lo que tanto anhelaba. Buscó entre su ropa, entre sus libros, pero bien sabía que era imposible, algo tan grande y tan necesario que se había olvidado del mundo no se iría a esconder justamente en su habitación, menos donde se esconden los cronopios. Esto lo pensó metódica y críticamente en el momento, situación que la sorprendió, ya que su desesperación no debería permitírselo; agarraba todo lo que se le cruzara, no importaba si estuviera vivo o muerto, ya que todo pronto moriría. Esta última reflexión la hizo pensar en algo tan terrible que mejor mantengámoslo oculto. María, por cansancio y no por ganas, paró de destrozar su pieza. Pensó si otros se habrían percatado de lo sucedido, o si ella era la única preocupada de un suceso tan fatal. Qué despreocupados, qué poco comprometidos, o tal vez qué inocentes, aferrados a una ilusión tan frágil como la mentira disfrazada… Volvió a caer en el llanto, el llanto más penoso de su vida entera, tenía razones suficientes para que así fuera. Luego de un rato de lágrimas, la desesperación volvió a su cuerpo, y la danza agresiva de destrucción se tornó más frenética, descargando su furia contra el crucifijo, único instrumento aún en pie. Lo tomó y como pidiéndole explicaciones lo azotó firme contra el suelo, una, dos, muchas veces sin que éste se rompiera, provocando la frustración de María que en una descontrolada vuelta estrelló su cabeza contra el armario dejándose caer inconsciente a los pies de la cama.

Un rayo de luz que se colaba por la destruida ventana se posó en los ojos de María, que de a poco se reincorporó a la realidad despertando más serena, situación que duró un tiempo mínimo al ver la pieza llena de luz. Se levantó rápidamente y corrió, ahora sin chocar, hasta la ventana donde con una sonrisa observó el lindo día y el glorioso sol que había afuera. Se detuvo a pensar un momento, y respiró aliviada antes de concebir lo que había sucedido. –Pensé que el sol se había ido para siempre- se dio vuelta y se rió un poco, luego se sintió algo avergonzada y tonta, mas muy aliviada, -Tengo que hacerle caso a mamá, debo calmarme y pensar bien las cosas antes de hacer tantas tonteras- exclamó mirando hacia abajo. Recogió la radio, que ya no era precisamente una radio, luego se dio cuenta que el reloj, regalo de su padre, seguía vivo a pesar de tres ataques de histeria anteriores y similares a éste, lo que la llevó a prometer que ésta sería la última vez que haría tal berrinche, al confundir el día y la noche nuevamente.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

La puta Marisel

Mire, mire, mire…la cosa fue así:

Yo pensaba en Marisel cuando la esperaba. Quería tenerla luego, de nuevo por lo menos dos veces más esa noche. Marisel era la mejor. Esa nueva puta había llegado para ser la Reina, ser la dueña, la preferida, la indiscutida, la protegida, la envidiada, la más cara. Ninguno de nosotros jamás le encontró un orgasmo, era imposible, ella vivía en eternos orgasmos, orgasmos que acompañaba esa noche con calientes bocanadas… ¿de qué?... de pasta. Yo hacía lo mismo, desnudo de antemano, esperando lo que me pertenecía por dos horas más. Morena, uñas rojas, vagina con dos hileras de transpirados bellos, gritos, golpes si ella quería. Todo con ella era perfecto.

No, yo creo que usted está equivocado, con todo respeto, es que no era una simple maraca esta niña, ella era especial y no sabría decirle que edad tenía… una mujer como esa… esa mina tenía un cuerpo de cabra de veintitantos, pero tenía la experiencia de una veterana de burdel. ¡Era increíble esa golfa!

Esa noche yo la esperaba. Sentado en la cama. Fumando de la hueá. Caliente como leño en la estufa.

…Ustedes no se lo imaginan…

…Bueno.

…Está bien.

Yo la conocí ese día… ¡es que exijo aclararlo!, es que ella con tan solos unos minutos te enamoraba, te mostraba todo lo que ella era: su sensibilidad, su amor, su odio, sus alegrías, sus tristezas… miedo creo que nunca tuvo. No, no, ustedes no me entienden, yo ¡SENTÍA! que la conocía de siempre, pero no, esa fue la primera vez, de verdad, es que me tenía endemoniado y atontado, por eso hablo de ella así, no porque antes haya tenido la maravillosa oportunidad de estar muchas veces con Marisel, no, ojalá por Dios…yo sólo conocía su nombre, sólo sabía que era la mejor prostituta de aquí… esa cabra en cualquier momento salía de la población, ya la venían a buscar autos más o menos buenos, la llevaban para allá arriba, ya no fumaba solamente pasta, las líneas que me convidó ese día eran de choro amigo, uno como yo no prueba de esas delicias.

Tiene razón, yo tampoco entiendo como me cobró 70 lucas por 4 horas, yo jamás había pagado más de 10 lucas por una guarra, pero ella se merecía más de 100, más que dinero. Ella se iba a ir de la pobla luego, y todos hablaban de ella, por eso junté la platita po’h amigo, no me arrepiento, fui privilegiado, era una gran oferta, el precio de Marisel en algunas semanas más subiría su triple. Era la mejor…

Pero bueno, tranquilo. ¿Me deja continuar? Para allá voy.

En ese momento la esperaba impaciente. ¿Hora? Como las 2 de la mañana, habíamos empezado a las 12, el motel lo estaba pagando yo y además sólo quedaban dos horas más, así que le grité respetuosamente que saliera luego del baño, porque el dolor de mi erección ya no lo soportaba. Marisel no me respondía, del baño sólo salía olor a pasta y un tibio silencio. Pasaron cinco tensos minutos hasta que la escuché… la escuché dar dos quejidos, nada más, sólo dos quejidos en veinte minutos desde que entró al baño, se lo juró, luego abrió la puerta y me miró. Pude ver su rostro a contraluz, noté que no era la misma Marisel, su cuerpo moreno no tenía el brillo de la luna en el café hirviendo, si no el del ocaso en una taza fría. No me importó mucho y abrí mis brazos, la llamé, mi pico realmente me dolía, estaba impaciente. Se acercaba lentamente con la boca abierta, los ojos achinados, ojeras, no irradiaba deseo y tambaleaba con cada paso hasta que chocó con los pies de la cama… cayó con su cara en mi muslo derecho.

No puedo negar que lo primero que hice fue bajarme las sabanas hasta mis rodillas para metérselo por la boca, la levanté por los hombros para que me la chupara y mi mano derecha, ¡recién ahí!, se encontró con ese cuchillo que tenía toda su gracia de filo escondido en su espalda. Yo no supe que pensar y saqué mi mano de su cuerpo que se iba en sangre. Le pregunté que “¿qué había pasado?” Ella giró su cabeza de mi entre pierna y me miró con sus ojos rojos brillosos y me dijo entre gemidos: “hijo de puta”. Fue el “hijo de puta” más triste que me han dedicado, su voz hizo que me cayeran un par de lágrimas, pero luego me vino la rabia y el miedo, alguien andaba por ahí, alguien la había apuñalado. La dejé acostada, agonizando mientras yo revisaba el baño. No había nadie, nada, ningún rastro. Enrolé un papelillo de churri y me acerqué a la cama. Me fijé que Marisel ya no respiraba, ella ya no respiraba, estaba muerta… ¡fría, inerte, cadáver, pronto a pudrirse!... ¡muerta! Fue recién ahí cuando me senté en la silla que estaba al lado, admiré por última vez su belleza, le recé un par de padres nuestros y luego de llorarle unos minutos le disparé en la cabeza, en su linda cabecita de putita muerta. Ella era la mejor, lo sabía, y se había ganado mi respeto, tal vez hasta mi amor, pero nadie, ninguna, ni siquiera la Reina de las putas, ni siquiera la puta Marisel, la que murió en la cama, ¿Me escucharon bien? , ninguna puta me va a venir a recordar que mi madre también lo fue hasta el día en que la mataron.

Tienen que creerme. Yo no la maté, yo no podría matar a una puta. Yo amo a las putas… vivas.

Vicuña Mackena

Un niño regordete, sonriendo, lo entretuvo hasta el final del recorrido. El día se nublaba. Cruzó Américo Vespucio, según él, inmerso en una alegre comparsa que no tenía apuro. A la entrada de la estación, una moneda olvidada le presagió una sonrisa. Bajó las escaleras con la única preocupación de hacer bailar sus dedos con el pasamano. En el estrecho pasillo, el olor a gente y un recuerdo no le permitieron burlar los acelerados pies que tropezaron con su bastón. Fue el primero en dar un grito desde los rieles, vio venir el tren, y arriba, el niño regordete llorando.