martes, 16 de noviembre de 2010

El clásico

Salió de su casa como todas las mañanas hacia la Plaza de la República a comprar el diario, caminando lentamente y abrazando sus setenta años. Cuando llegó, se sentó a mirar los titulares, aunque ya se los sabía, eran siempre los mismos titulares de hace décadas. Lo único que podía cambiar y que realmente le interesaba era el deporte, así que se dedicó a leer la crónica central de la sección deportiva, donde un locuaz y apasionado periodista detallaba la razón del aburrido empate con que había terminado el gran clásico del fútbol chileno. Recordó el partido y se sintió bien al pensar de que tenía razón, en el deporte sí cambian las cosas, lástima que de esta forma, partidos mediocres que no se acercan en lo más mínimo a esos encuentros de 6 goles de antaño. Se sintió desilusionado y más viejo, el fútbol, su única alegría que lo hacia viajar hacia esos tiempos de jugador y de hincha, ya no era el mismo, el empate a 0, era el espejo de su avanzada edad, aburrida, lenta, cuidándose de que no le metan goles en vez de concentrarse en hacerlos.


Había asumido hace mucho su ancianidad, así que sacó la bolsa de migas con la que siempre estaba provisto y que las palomas agradecían con alboroto. Esa vez, solo una paloma pareció darse cuenta de la bolsa y avanzó hacia la banca del viejo moviendo sus patitas sucias y su pico roto por alguna piedra con apariencia de comida. El anciano la miró, tan fea y sucia, esforzándose por caminar, ¿por qué no vuela? pensó, debe estar más cansada que yo, volvió a pensar. Se molestó mucho viéndola así, todo el mundo se avejentaba, todo tenía es color plomizo de los finales.


La paloma, lentamente, seguía avanzando. El viejo se sentía incómodo, hubiera sido muy fácil pararse y dejar a la paloma ahí, pero estaba cansado, era mejor espantarla, además él era un humano, un humano viejo, pero un humano, ella era solo una paloma, una paloma vieja, pero solo una paloma y era ella quien debía irse. Decidió sacar dos migas, con sus dedos la convirtió en una, solitaria y redondamente grande. Enderezó con mucho cuidado su espalda y con violencia lanzó la miga hacia el cuerpo de la paloma, ésta dio dos pasos hacia tras y con clase, entre sus plumas ceniza, sacó pecho, paró la pelota, la bajó y la acarició con sus rojas y heridas patas. Dio la vuelta y pateó el balón al medio de la plaza, donde once tiuques y diez palomas esperaban impacientes. El viejo cerro el diario y se dispuso a mirar el clásico. Auguró un 3-2, no había motivos para otro empate.

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